Flores para Camilo

Por Neilán Vera

Foto: Tomada del periódico Victoria

Amapolas anaranjadas, girasoles, claveles rojos, rosas blancas… Un remolino de colores y formas se mece apretado por manos de niños en toda Cuba. Como una procesión sin santo, las hileras de pioneros, acompañados por maestros y familiares, atraviesan cada octubre calles, trillos y avenidas hasta encontrar un río o el mismísimo mar. Frente a las aguas repiten la tradición que sus padres, los pioneros de ayer, también practicaron un día, y lanzan el perfume de tantas flores —tributo fragante de un país— hasta la fría carrera de los afluentes o la misteriosa paz del salitre y la espuma oceánica.

Quizá algún pétalo errante o una diminuta hoja de nomeolvides naveguen sin rumbo por la inmensidad azul del Atlántico y, perdidos en el fondo del mar, ante la mirada insondable de Olokun, lleguen al amasijo de hierros oxidados que alguna vez cruzó los cielos de Cuba y desapareció como la única gran tragedia de un año feliz y luminoso.

Si un solo y pequeño pedazo de flor llegara a posarse en los restos de la aeronave, habrá valido la pena mutilar durante más de medio siglo los jardines de la patria. Pero si nunca alcanzara al avión-tumba ni el más sencillo de los ramilletes, aun así el pueblo por el que vivió y murió Camilo Cienfuegos tendría razones, más que suficientes, para pagar con flores la vida corta, la imborrable sonrisa y el sacrificio precoz del joven comandante rebelde.

Los niños no ven en estas fechas un ritual fúnebre, sino un momento de alegría. Salir de la escuela, caminar, llevar apretado entre sus dedos el ramito que mamá o la abuela hicieron por la mañana… Hay algo tierno, empecinadamente infantil, y al mismo tiempo tristísimo, en esta liturgia de las flores de octubre: por un lado, la consagración de las juventudes truncas, de los que mueren demasiado pronto; por el otro, el homenaje alegre y puro de quienes tienen toda una vida por delante, la vida que el héroe no alcanzó a gastar.

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Es Aleida Guevara March, hija del Guerrillero Heroico, quien rescata del olvido esa primera flor lanzada al agua. Era una tarde, y el Che conducía un automóvil por el malecón. “Papi iba manejando el carro, con mami, mi hermano Camilo y yo, y de pronto paró el auto. No recuerdo si íbamos al malecón en especial o si íbamos por la zona, lo que sí sé es que paramos”.

El Che sentó a sus dos hijos encima del muro y comenzó a hablarles. Les explicó algo que, al paso de los años, quedó borroso en la memoria de los vástagos. Lo que sí recuerda Aleida es que esa tarde, envuelta en la brisa húmeda de la bahía, lanzó a las aguas del mar una flor para Camilo.

Cuando se acercaba el primer aniversario de la desaparición del Héroe de Yaguajay, Radio Reloj y la revista Verde Olivo divulgaron una convocatoria al pueblo cubano para homenajear a Camilo depositando flores en el mar. El tributo íntimo, familiar, del Che Guevara se convirtió en una masiva tradición que sobrevive luego de seis décadas.

El 28 de octubre de 1960, desde bien temprano, decenas de miles de personas —kilométricas filas de hombres, mujeres y niños— inundaron las calles que convergían en la costa, y coronaron las olas del mar con infinidad de ofrendas florales. En los pueblos y ciudades del interior de la Isla, la gente terminó su peregrinar en ríos y arroyos, con la esperanza de que la carrera interminable de las aguas dulces llevara al mar las flores.

Ese día, cerca del Castillo de la Punta, llegó Fidel al malecón. Traía en la mano una flor blanca. De inmediato fue rodeado por la multitud. Subió al muro, saltó hacia los arrecifes y, con grandes zancadas, caminó todo lo que pudo hasta el interior de la bahía. Rodeado de mar y ante la mirada de los habaneros, abrió el puño y dejó que las frías aguas arrastraran lentamente la flor hasta perderse en la lejanía.

La Historia, sin embargo, tiene bien identificado el primer antecedente de esta iniciativa. Ocurrió en Cárdenas, Matanzas, el 15 de noviembre de 1959, 18 días después de la trágica desaparición de Camilo. En un acto organizado por la Marina de Guerra Revolucionaria y la Policía Nacional Revolucionaria, una gigantesca manifestación popular recorrió esta urbe hasta el espigón del puerto cardenense. Desde allí las ofrendas fueron conducidas a Varadero, donde numerosas embarcaciones esperaban para depositar el tributo en altamar. Cuentan que, además de las ofrendas, muchos matanceros arrojaron flores sobre el agua.

Si toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, toda la gratitud de los cubanos puede navegar guardada en el diminuto pistilo de una rosa o en el ancho pétalo de un marpacífico. Ya no importa cómo ni quién lanzó la primera flor para Camilo. Lo cierto es que esa costumbre ha enraizado en lo profundo del sentir colectivo y deviene una de las más emocionantes expresiones de la tradición patriótica cubana.

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Por estas fechas, florecen los mares de Cuba, y sus riberas antillanas celebran en silencio la sobrevida del héroe popular. Sin embargo, el último 28 de octubre de Camilo Cienfuegos quiso la tragedia pintar de gris la epopeya personal de uno de los más carismáticos y queridos comandantes de la Sierra Maestra.

A las 6:01 de la tarde despegó de la pista el Cessna de la Fuerza Aérea Revolucionaria en el que el líder guerrillero se trasladaría de Camagüey a La Habana. En su condición de jefe del Estado Mayor del Ejército Rebelde, luego de desmantelar un intento sedicioso en tierra agramontina, había vuelto allí para reestructurar los mandos militares de la provincia.

Cumplida su misión, esperaba volver a la capital. Mientras el bimotor pintado de rojo y blanco se alzaba por los aires, Camilo emprendió un viaje sin regreso en el que desapareció el hombre y nació la leyenda. Lo acompañaban en la aeronave su escolta personal, el soldado Félix Rodríguez, y el piloto Luciano Fariñas.

En algún punto entre Ciego de Ávila y Matanzas el avión debió sufrir un accidente y precipitarse al mar. Y con las olas por camposanto, Camilo y sus dos compañeros de viaje quedaron perdidos para siempre en la espesura del misterio y el dolor.

De nada valió que el pueblo, en largas y desesperadas jornadas, peinara campos y mares en busca del lugar del siniestro, con la esperanza de hallar sobrevivientes o, por lo menos, recuperar los restos mortales del Señor de la Vanguardia y sus dos compañeros. Nunca aparecieron.

A partir de entonces, regado por las lágrimas de su gente, Camilo fue semilla de futuro, y su proverbial sonrisa, su sombrero alón y su cubanísima criollez florecieron, vencedores del tiempo y de la muerte, “en la risa de los niños y en el verde de las palmas”, como le cantaría Carlos Puebla.

Mariposas blancas, retoños de siempreviva y espigas de picuala recuerdan en los días finales de octubre —en medio del bullicio de los niños y el ondear de las banderas— la ruta intensa pero efímera de Camilo Cienfuegos, el andar sereno de un gigante de 27 años que tuvo la maravillosa ocurrencia de multiplicarse en millones de personas.

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